En una portada reciente del ‘The Economist’ se representaba al Covid-19 como una enorme bola empujada cuesta arriba, hacia la cima de una montaña, por un mortal esforzado, con la siguiente frase al pie: “Y después del Covid…, la deuda”.
Pocos fueron los que se dieron cuenta de la magnitud de la tragedia, anticiparon que iba para largo y entendieron que el virus era a la vez un catalizador y un acelerador de tendencias latentes: no es el Covid-19, sino el cambio climático, no es el Covid-19, sino la globalización, etc.
Algunos países ricos han arbitrado ayudas a las empresas en forma de subvenciones a fondo perdido. España no podía permitirse estas ayudas en vena, por lo que se ha optado por drogar al paciente, con soluciones que diluyan en el tiempo el impacto negativo. Es la filosofía que hay detrás de los ERTE y de las líneas ICO.
Los créditos y préstamos avalados por el ICO (80% de la deuda viva), a un plazo máximo de cinco años, con carencia optativa de capital de un año, están destinados, en general, al mantenimiento de negocios, plantillas y circulante de las empresas.
Como toda solución transitoria y precipitada, las líneas ICO presentan puntos débiles, entre otros, la duración de la carencia, insuficiente para muchos sectores debilitados, que después de 12 meses en blanco no se habrán recuperado.
En caso de incumplimiento del deudor, el procedimiento normal sería que la entidad bancaria le requiera de pago a él y a sus avalistas, y entre estos, al más “sólido” garante: el Estado, que para poder cumplir con su obligación necesitará liquidez. En medio de un ciclo económico deprimido, con baja recaudación, esa liquidez únicamente podrá obtenerse acudiendo a la emisión de deuda pública, que alcanzaría un porcentaje del PIB inimaginable.
En este escenario cabe preguntarse si el Estado no se anticipará y hará uso de su facultad legisladora, para prorrogar la carencia y quizás el vencimiento de los préstamos y créditos por él garantizados.
No sería descabellado; ya se habla abiertamente de prorrogar los ERTE y, puestos a jugar la carta de la esperanza, con la que nos ha caído, ¡un año no es mucho!
En una portada reciente del ‘The Economist’ se representaba al Covid-19 como una enorme bola empujada cuesta arriba, hacia la cima de una montaña, por un mortal esforzado, con la siguiente frase al pie: “Y después del Covid…, la deuda”.
Pocos fueron los que se dieron cuenta de la magnitud de la tragedia, anticiparon que iba para largo y entendieron que el virus era a la vez un catalizador y un acelerador de tendencias latentes: no es el Covid-19, sino el cambio climático, no es el Covid-19, sino la globalización, etc.
Algunos países ricos han arbitrado ayudas a las empresas en forma de subvenciones a fondo perdido. España no podía permitirse estas ayudas en vena, por lo que se ha optado por drogar al paciente, con soluciones que diluyan en el tiempo el impacto negativo. Es la filosofía que hay detrás de los ERTE y de las líneas ICO.
Los créditos y préstamos avalados por el ICO (80% de la deuda viva), a un plazo máximo de cinco años, con carencia optativa de capital de un año, están destinados, en general, al mantenimiento de negocios, plantillas y circulante de las empresas.
Como toda solución transitoria y precipitada, las líneas ICO presentan puntos débiles, entre otros, la duración de la carencia, insuficiente para muchos sectores debilitados, que después de 12 meses en blanco no se habrán recuperado.
En caso de incumplimiento del deudor, el procedimiento normal sería que la entidad bancaria le requiera de pago a él y a sus avalistas, y entre estos, al más “sólido” garante: el Estado, que para poder cumplir con su obligación necesitará liquidez. En medio de un ciclo económico deprimido, con baja recaudación, esa liquidez únicamente podrá obtenerse acudiendo a la emisión de deuda pública, que alcanzaría un porcentaje del PIB inimaginable.
En este escenario cabe preguntarse si el Estado no se anticipará y hará uso de su facultad legisladora, para prorrogar la carencia y quizás el vencimiento de los préstamos y créditos por él garantizados.
No sería descabellado; ya se habla abiertamente de prorrogar los ERTE y, puestos a jugar la carta de la esperanza, con la que nos ha caído, ¡un año no es mucho!
En una portada reciente del ‘The Economist’ se representaba al Covid-19 como una enorme bola empujada cuesta arriba, hacia la cima de una montaña, por un mortal esforzado, con la siguiente frase al pie: “Y después del Covid…, la deuda”.
Pocos fueron los que se dieron cuenta de la magnitud de la tragedia, anticiparon que iba para largo y entendieron que el virus era a la vez un catalizador y un acelerador de tendencias latentes: no es el Covid-19, sino el cambio climático, no es el Covid-19, sino la globalización, etc.
Algunos países ricos han arbitrado ayudas a las empresas en forma de subvenciones a fondo perdido. España no podía permitirse estas ayudas en vena, por lo que se ha optado por drogar al paciente, con soluciones que diluyan en el tiempo el impacto negativo. Es la filosofía que hay detrás de los ERTE y de las líneas ICO.
Los créditos y préstamos avalados por el ICO (80% de la deuda viva), a un plazo máximo de cinco años, con carencia optativa de capital de un año, están destinados, en general, al mantenimiento de negocios, plantillas y circulante de las empresas.
Como toda solución transitoria y precipitada, las líneas ICO presentan puntos débiles, entre otros, la duración de la carencia, insuficiente para muchos sectores debilitados, que después de 12 meses en blanco no se habrán recuperado.
En caso de incumplimiento del deudor, el procedimiento normal sería que la entidad bancaria le requiera de pago a él y a sus avalistas, y entre estos, al más “sólido” garante: el Estado, que para poder cumplir con su obligación necesitará liquidez. En medio de un ciclo económico deprimido, con baja recaudación, esa liquidez únicamente podrá obtenerse acudiendo a la emisión de deuda pública, que alcanzaría un porcentaje del PIB inimaginable.
En este escenario cabe preguntarse si el Estado no se anticipará y hará uso de su facultad legisladora, para prorrogar la carencia y quizás el vencimiento de los préstamos y créditos por él garantizados.
No sería descabellado; ya se habla abiertamente de prorrogar los ERTE y, puestos a jugar la carta de la esperanza, con la que nos ha caído, ¡un año no es mucho!